¿Quiénes eran los magos que venían de Oriente que se presentaron en Jerusalén preguntando por el Rey de los judíos que ha nacido?
¿Quién era Herodes qué fue capaz de fijar el lugar donde había de nacer el Cristo?
Una estrella refulgía.
¿Quiénes eran aquellos magos que abandonaron su nigromancia para venir y adorar la verdad?
¿Quién fue aquel reyezuelo que conociendo la verdad se negó a aceptarla?
¿Porqué se pusieron en camino? A los magos no les fue fácil seguir la huella. La estrella sólo lucía de noche. Y sólo en las noches despejadas. Aunque si faltaba por momentos, ellos no dudaban. Al caer la tarde, la buscaban escrutando el firmamento. A continuación, andaban sin otra guía que la confianza. Hombres de contemplación, no mercaderes, tal vez tuvieron que soportar más que otros las penosidades de la travesía. Pero no dejaron de contemplar inquisitivos al cielo. La estrella les llevó a Jerusalén. Eran unos extranjeros, unos paganos en tierra ajena, sólo amparados por una estrella caprichosa. Ésta, en Jerusalén, desapareció para mostrarles las Escrituras, aunque se las mostrasen manos indignas. Escuchando, redescubrieron la estrella que ahora ya les llevaría directamente a Belén deteniéndose encima del lugar donde estaba el niño. Vieron al niño con María su madre. No hallaron corona alguna, pero contemplaron al sol y a la estrella. Postrándose, le adoraron y le ofrecieron oro, incienso y mira. Se desprendieron de lo último que les quedaba, por un niño, por una estrella. Después, se retiraron evitando las lisonjas. Mas algo se llevaban a casa: la estrella. Una estrella que ha brillado desde entonces entre todas las naciones.
El Tirano, en cambio, moraba en la Ciudad Santa. Era el guardián de la Escritura. Estaba rodeado de escribas. No tuvo que moverse. Conviviendo con la Verdad, prefirió de todas formas la suya. No se encaminó a Belén, no fuera que... Porqué sabía que Él vendría y le quitaría las ilusiones. A pesar de sus declaraciones, ¿por qué no fue a adorarle? Sorprendente: ¡tuvo miedo de un niño!
¡Oh Herodes! ¡Cómo nos parecemos! Nos también nos conocemos la Escritura de memoria sin rendirnos a la evidencia. Sentados en nuestro terrible trono de enano, disponemos según nuestra mejor discreción. Seriamente seguimos indagando. Y nos resistimos a la burla. Por eso, odiamos nuestras sombras. Odiamos cualesquiera sombras porque somos la sombra. Tememos la infancia, nuestra infancia. Tal vez Herodes se avergonzaba de su niñez... Las tiranías son repúblicas sin infancia. Un futuro de llanto y lamento.
Por ello le pido al Niño que jamás pierda aquella dócil e infantil inquietud que me haga levantar la vista a las estrellas. Para que yo sea un niño. Y que siga la Estrella hasta el final aún cuando ello comporte la pérdida de mis tronos y pedestales. Con María.
¿Quién era Herodes qué fue capaz de fijar el lugar donde había de nacer el Cristo?
Una estrella refulgía.
¿Quiénes eran aquellos magos que abandonaron su nigromancia para venir y adorar la verdad?
¿Quién fue aquel reyezuelo que conociendo la verdad se negó a aceptarla?
¿Porqué se pusieron en camino? A los magos no les fue fácil seguir la huella. La estrella sólo lucía de noche. Y sólo en las noches despejadas. Aunque si faltaba por momentos, ellos no dudaban. Al caer la tarde, la buscaban escrutando el firmamento. A continuación, andaban sin otra guía que la confianza. Hombres de contemplación, no mercaderes, tal vez tuvieron que soportar más que otros las penosidades de la travesía. Pero no dejaron de contemplar inquisitivos al cielo. La estrella les llevó a Jerusalén. Eran unos extranjeros, unos paganos en tierra ajena, sólo amparados por una estrella caprichosa. Ésta, en Jerusalén, desapareció para mostrarles las Escrituras, aunque se las mostrasen manos indignas. Escuchando, redescubrieron la estrella que ahora ya les llevaría directamente a Belén deteniéndose encima del lugar donde estaba el niño. Vieron al niño con María su madre. No hallaron corona alguna, pero contemplaron al sol y a la estrella. Postrándose, le adoraron y le ofrecieron oro, incienso y mira. Se desprendieron de lo último que les quedaba, por un niño, por una estrella. Después, se retiraron evitando las lisonjas. Mas algo se llevaban a casa: la estrella. Una estrella que ha brillado desde entonces entre todas las naciones.
El Tirano, en cambio, moraba en la Ciudad Santa. Era el guardián de la Escritura. Estaba rodeado de escribas. No tuvo que moverse. Conviviendo con la Verdad, prefirió de todas formas la suya. No se encaminó a Belén, no fuera que... Porqué sabía que Él vendría y le quitaría las ilusiones. A pesar de sus declaraciones, ¿por qué no fue a adorarle? Sorprendente: ¡tuvo miedo de un niño!
¡Oh Herodes! ¡Cómo nos parecemos! Nos también nos conocemos la Escritura de memoria sin rendirnos a la evidencia. Sentados en nuestro terrible trono de enano, disponemos según nuestra mejor discreción. Seriamente seguimos indagando. Y nos resistimos a la burla. Por eso, odiamos nuestras sombras. Odiamos cualesquiera sombras porque somos la sombra. Tememos la infancia, nuestra infancia. Tal vez Herodes se avergonzaba de su niñez... Las tiranías son repúblicas sin infancia. Un futuro de llanto y lamento.
Por ello le pido al Niño que jamás pierda aquella dócil e infantil inquietud que me haga levantar la vista a las estrellas. Para que yo sea un niño. Y que siga la Estrella hasta el final aún cuando ello comporte la pérdida de mis tronos y pedestales. Con María.
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