viernes, 25 de enero de 2008

Joaquín, el ciego


Algunas mañanas cuando salgo demasiado tarde de casa para ir a trabajar, me encuentro de camino al metro a un invidente mayor que también trata alcanzar con paso más incierto la boca de metro. Y siempre que me lo encuentro, espoleado por las obvias prisas y pasando con poca atención las cuentas del rosario, mi primera reacción es pasar de largo. Todavía no sé qué es lo que me movió a preguntarle la primera vez que coincidimos por el camino si quería que lo acompañara hasta el metro.

Hoy le he vuelto a atrapar. Aunque no ha sido mi intención inicial, cuando me he decidido preguntarle sí le podía acompañar, cortésmente me ha replicado que no hacía falta, puesto que seguro que yo tendría prisa. Mas cuando, ahora ya con más convicción, le he insistido, él se ha dejado llevar. Al comentarle que ya habíamos tenido algún paseo juntos me ha dicho: “¡Ah sí! Tú eres el que te dedicas a las leyes ¿no?”. En los pocos centenares de metros que dura el trayecto hemos podido compartir algunas observaciones matutinas, sorprendiéndome Joaquín (que así se llama el ciego, seguramente ya me lo había dicho en la primera ocasión que le acompañe pero mi memoria no suele estar interesada en quedarse con los nombres de la gente...).

Por la forma cómo arrastra el bastón, no me parecía que Joaquín hubiera perdido la vista muchos años ha. No se lo he preguntado, pero en el poco tiempo que hemos podido conversar, me he podido enterar que es abuelo y que está esperando su tercera nieta. Que sus nietas pequeñitas ya son algo revolucionarias. Que sólo tiene una hija. Debe ser viudo.

El ciego Joaquín nació en Asturias, dónde fue pastor de pequeño. A duras penas, pudo asistir a una escuela vespertina. Con veintisiete años se vino a la capital. A trabajar. Hoy, con cerca de ochenta años a la espalda, todas las mañanas de martes y jueves se recorre media ciudad para ir a recuperación en un gimnasio de Chueca. Luego, volverá a casa. Dado que Joaquín no puede ver la televisión, escucha la radio. Y está puesto al día. Sabe que la Bolsa ha caído en picado y conoce las razones de la crisis inmobiliaria.

Por su invidencia adquirida y la necesidad de ir al gimnasio supongo que debe haber sufrido algún accidente. No dispone de perro guía. Él, minusválido, usa el transporte público para desplazarse por la ciudad. Otros, en la plenitud de la juventud, frecuentemente preferimos el transporte privado (léase taxi). Es un hombre humilde, ¡casi parece descuidado en el vestir, con su chándal y sus bambas de camino al gimnasio!

Viendo que nuestro diálogo tan sencillo y sin pretensiones era un pequeño obsequio para mí, una vez entrados juntos en el vagón del suburbano, he alterado algo mi trayecto para prolongar estos minutos de convivencia. No hemos hablado de Dios, ni de la felicidad ni del patrón del día de hoy, San Francisco de Sales, el Doctor del Amor de Dios. Tampoco era necesario, pues Dios, su Amor y la felicidad estaban ahí. Cuando he tenido que salir a la superficie, en medio del barrio de los negocios, está compañía me ha seguido durante unos momentos.

Joaquín, es probable que cuando te vuelva a encontrar, de camino a la boca de metro de nuestro popular barrio, tenga de nuevos pocas ganas de ralentizar mi paso para proponerte una breve compañía. De nuevo te volveré a preguntar tu nombre que por aquel entonces habré olvidado. Pero tú de nuevo serás lo bastante humilde para dejarte acompañar y para repetirme tu nombre. ¡Gracias Joaquín!

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