sábado, 2 de febrero de 2008

Felicitatis laeta posidet summam


La alegría (RAE: Sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores) no equivale plenamente a felicidad (RAE: Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien). Estar o ser alegre no significa propiamente ser feliz. Aunque las palabras usadas por el diccionario de la RAE no terminen de expresar las realidades de “alegría” y “felicidad” ni alcanzan las definiciones perennes, es claro que sentimiento no es lo mismo que estado de ánimo (en este último caso, si el diccionario de la RAE fuera más atrevido diría estado de ánima o del alma). El francés usa también el vocablo bonheur para referirse a la felicidad: benaurança en catalán (que el castellano no termina de trasladar tan bien, creo, con las voces dicha o bienaventuranza). La felicidad, consiguientemente, nos refiere a la beatitudo o visión beatífica del Evangelio que ya estamos llamados, en parte y como prenda de nuestra esperanza de mañana, a gozarla aquí y ahora, en la vida terrena. Esta felicidad se encuentra, paradójicamente, al alcance de nuestra mano, que sólo hay que extender para aprehenderla, lo cual no siempre es tan fácil, dicho sea de paso. Además, podríamos observar que estos dos conceptos - alegría y felicidad - si son bien entendidos versan sobre la misma materia. En cambio, también se puede estar alegre por algún motivo concreto, pero a la vez y por desgracia ser un infeliz. En esta situación, dicha alegría como mucho podrá paliar una infelicidad, sino agravarla. Por el contrario, el que es feliz, si lo es, se alegra y está alegre. La alegría, por consiguiente, es indicio de felicidad. La expresión de la felicidad, en este sentido, es la alegría.

La felicidad, fuente de la verdadera y permanente alegría, fundamenta por consiguiente toda una ética. De ahí que la moral persiga la felicidad, la felicidad máxima. Así, “τέλειον δή τι φαίνεται και αϋταρκες ή εύδαιμονία, τών πρακών οΰσα τέλος” (Cf. Eth. Nic. 1,5 (1097b (20)). Una felicidad que jamás podrá ser meramente individual, egoísta, dado que “έπειδή φύσει πολιτικόν ό άνθρωπος” (Ibíd., 1,5 (1097b (10)).

La felicidad máxima natural, aventura Aristóteles, daría paso a la felicidad suma, la felicidad en Dios, la participación en la vida divina, contemplación que se alcanza comenzando por la práctica de la virtud – objeto de la ética y medio para alcanzar la felicidad natural. No obstante, intuye el Filósofo, esta Felicidad no es en ningún caso algo que el hombre pueda obtener por sí mismo y con sus propios fines: “τήν εύδαιμονίαν θεόσδοτον είναι, καί μάλιστα τών άνθρωπίνων όσω βέλιτιστον”(Ibíd., 1,10 (1099b (10)).[1] Se abre aquí todo el horizonte de la salvación, de la gracia y de la identificación de la felicidad con la santidad, esto es, la divinización del hombre (el sentido de la inmortalidad) así como de la unión del hombre con su Creador por y en el amor. La vuelta al Padre.

El reconocimiento de la gracia – el agradecimiento – es la iniciación a la vida interior. Así nace, naturalmente, lo religioso de cualquier sociedad, más allá de las preguntas por la vida y por la muerte o por el sentido del hombre y de la existencia, que también.

Por ello, se puede concluir, que la felicidad, con independencia de la percepción subjetiva, es algo dado, objetivo, la actualización de la potencia y, en cuanto tal, una realidad para el que la goza, puesto que se goza de un bien.

De vuelta a la física, hoy he tenido unas cuantas alegrías, sobretodo ligadas a la Eucaristía. Hoy es la Candelaria y hace 17 años hice mi primera comunión, esto es, recibí a Cristo en la Eucaristía. Entre otros amigos, he tenido la dicha de encontrar por primera vez desde su ordenación sacerdotal a mi amigo hispano-norteamericano, Paul. Y por primera vez he podido participar en una Eucaristía celebrada por él (in persona Christi). Impresiona: Paul es un año más joven que yo y está lanzado plenamente al servicio de Cristo sin complejos. Otra alegría ha sido la recepción de una carta del párroco de mi querido pueblo. Además, una amiga cumple años.

Las alegrías se entrelazan igualmente con tristezas. Amigos que se distancian, grupos que se hunden, familias que se separan, hermanos que se incomprenden.

Todo ello – los gozos y las penas – me deben recordar que el unum necessarium es Dios. Cuando estoy alegre es gracias a Dios. Cuando sufro y estoy triste compruebo más si cabe que necesito a Dios. Así de simple. Obviamente, puesto que valorando el bien y mal, el primero es siempre entitativamente mayor, es más fuerte... Por lo tanto, la felicidad no disminuye. La felicidad no tiene límites. ¡Desgraciado quien ha renunciado a la Felicidad contentándose con simples alegrías!

Que nos sirvan, en el interín como alegría de camino hacia la plena felicidad, unos versos del Purgatorio XXXI (127-132):

“Mentre che piena di stupore e lieta
l’anima mia gustava di quel cibo
che, saziando di sé, di sé asseta,
sé dimostrando di più alto tribo
ne li atti, l’altre tre si fero avanti,
danzando al loro angelico caribo”.

[1] Aunque Aristóteles apunte que para lograr esta Felicidad se requiera también de la colaboración del hombre con la práctica de la virtud. La felicidad es el premio de la virtud, pero la misma virtud es en gran medida un don. La razón, en última instancia, es una gracia dada por Dios a toda persona humana.

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