I wołam, ja, syn polskiej ziemi, a zarazem ja: Jan Paweł II papież, wołam z całej głębi tego tysiąclecia, wołam w przeddzień święta Zesłania, wołam wraz z wami wszystkimi: Niech zstąpi Duch Twój!Niech zstąpi Duch Twój!I odnowi oblicze ziemi.Tej Ziemi! Amen.
(Varsovia, 2 de junio 1979)
Designios ordinarios de la Providencia (las causas segundas que diría Santo Tomás o, de forma más llana, el trabajo) me han devuelto a Polonia durante un par de días. De esta suerte que, gracias a Dios, llegué a Varsovia justo este miércoles, dos de abril.
En tal fecha, hace ya tres años, nos dejó un Papa para volverse a la casa del Padre. Espero no declinar invitaciones, pero no pretendo explayarme sobre la figura de un santo que todos hemos visto, oído y tocado. Ahí está. Porque la santidad es la grandeza de los pequeños. Karol y luego Juan Pablo fue pequeño, ínfimo. Además, pobre: paupérrimo. Un pobre de Jahvé, como María. Lo demás, es hagiografía a mayor gloria de Dios.
Jan Paweł se fue y la historia (el transcurso del tiempo) de la Iglesia militante, de la misma tierra y de todos nosotros sigue sus caminos. De ahí que me interese levantar acta en este momento de cómo se ha vivido el tercer aniversario de su muerte en las calles de Varsovia, ejemplo de lo que fue y sigue siendo esta relación entre la nación y su hijo predilecto. Es sólo una impresión...
Si bien es cierto que cuando los principales medios de comunicación polacos (los de mayor tirada o audiencia), de ordinario desinteresados en unos casos y críticos con la Iglesia en otros muchos, se lanzan a glorificar a nuestro protagonista, ello ha de sonar falso e incluso exagerado. Contraproducente, aventuraría. Pero también es muy cierto que el pueblo polaco – que es como es – ha querido sinceramente a su Papa y le sigue amando. Como todo amor, no obstante, ha tenido sus estadios. Desde la ilusión primeriza, allá en el descubrimiento del nuevo y joven pontífice por la mayoría de los polacos (algo desconocido más allá de su propia diócesis cracoviense) a raíz de la elección y de su primera visita – inolvidable – al país, hasta la convivencia cotidiana, con alguna riña y advertencia del Wojtyła a su pueblo en sus siguientes peregrinaciones, terminando con el cenit de un amor inmortal, con la despedida en Łagiewniki en 2002.
Ahora, cuando falta su presencia, este amor llorado necesariamente ha de madurar. Las viudas no olvidan, esperan el reencuentro. Así Polonia, la Polonia cristiana, poco a poco aprende a esperar.
Porque la espera es indispensable. Uno que se conoce los avances de la desesperanza en su otro país, atiende impotente a las ofensivas de la desesperanza en el país eslavo. Porque ha sido muy católica, al igual que otros, ahora deberá recibir los golpes más duros. La Varsovia de hoy, la de la calle, la de los centros comerciales y de las oficinas de la 30ª planta, es una ciudad modernamente desmoralizada que sólo piensa en el dinero, en el éxito y en el pasárselo bien, muy bien. La castración empieza por los más jóvenes.
Pudiera parecer un cuadro para el desánimo, sabiendo que el mal es inexorable y que solamente el hombre es el animal que se deleita en sus propios errores, honrándose de sus recaídas.
Pero en Polonia – siempre lo he pensado – la supervivencia viene del y por el pueblo, del pueblo más humilde, de la gente a la que se desprecia. Las elites, cualesquiera sean éstas, son las primeras en desertar. Los cristianos salimos del pueblo y somos pueblo. Las elites sólo son cristianas en cuanto son (o siguen siendo) pueblo. Por ello, los ghettos o indómitas minorías (y en España vamos caminos de convertirnos en minoría selecta aunque tengamos que escondernos en las catacumbas de la gran ciudad) son peligrosas. La elite es diferencia y el ghetto supone una diferenciación del resto. Mas nuestra única diferencia – respecto a los no-cristianos – debiera ser Cristo y su natural consecuencia: la caridad. Mas la caridad nos une a los demás, a todos. Por tanto, nuestro aglutinante con la masa (los demás o no-cristianos...) – deberá ser Cristo.
De ahí que la fusión óptima del ghetto de los seguidores de Cristo y el pueblo sea la Iglesia: la sociedad cristiana.
En este sentido, en Polonia y en todas partes, la Iglesia ha sido popular. Y el gran desafío de la Iglesia polaca actual, me parece en mi visión subjetiva, es que lo siga siendo y no caiga en la tentación – como medida de defensa fácil ante la galopante secularización – de apegarse a las elites, por muy cristianas que sean. Entiéndeseme bien, no tengo ninguna objeción contra las elites cristianas puesto que tienen un relevante papel a cumplir siendo parte de la Iglesia. Pero la Iglesia es cuerpo místico de Cristo, no puede apoyarse exclusivamente en las elites; su principal apoyo es Cristo y, en segundo lugar, los santos, esto es, los que cumplen la voluntad de Dios. La única elite eficaz es la elite de los santos. Elite popularísima de la cual nuestro Juan Pablo II forma parte.
Toda esta digresión tiene por objeto explicar que el aniversario, tercero ya, del traspaso del Papa eslavo se ha vivido popularmente, con independencia de las diversas iniciativas públicas o privadas, de la Iglesia o de la Administración, para festejar dignamente semejante celebración. Llegado a Varsovia, la misma Providencia me condujo sin habérmelo propuesto a la iglesia de Santa Ana de la calle Krakowskie Przedmiescie (es la iglesia de la pastoral universitaria y de donde salen las concurridas peregrinaciones a Czestochowa a comienzos de agosto) para la misa de las tres de la tarde. En miércoles, horario laboral, la iglesia se llenó. La misa vino precedida de la coronilla a la Divina Misericordia. El sermón del joven sacerdote, como no podría ser de otro modo, hubo de versar sobre Juan Pablo II. Luego, los programas de la radio que escuché de refilón en los taxis trataban sobre la misma materia. Por la noche, un zapping por los canales de TV abundaba en el mismo contenido. Durante todo el día, la gente se congregaba en la plaza de Pilsudski o de la Victoria participando en diferentes conciertos y actos en memoria organizados para la ocasión. La misma plaza que albergó la primera misa del Sucesor de Pedro en su primer viaje a su Polonia ahora le brindaba el debido homenaje. Y al caer la noche, la gente encendió un mar de velas en toda la plaza y delante de todas las iglesias del país. No hubo iglesia que no se encendiera en agradecida oración.
El día antes, el Parlamento polaco había ratificado por amplia mayoría el Tratado de Lisboa con el beneplácito del Presidente del país y de su gemelo, los Kaczynski (sic). Un harakiri nacional, el anticipo formal de la apostasía. A la larga, como lo predijo Juan Pablo en alguna de sus últimas visitas a su tierra y en especial en sus homilías de 1999, habrá mártires en Polonia.
Nuestra esperanza no está en el mundo. Nuestra confianza es la sangre y el agua que brotó del costado del atravesado. Si la vida de Juan Pablo fue comunión con la Madre de la Misericordia, su legado es el siguiente (perdóneseme la amplitud de la cita):
“..."Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el alma y la divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, por los pecados nuestros y del mundo entero; por su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero" (Diario, 476, ed. it., p. 193). De nosotros y del mundo entero... ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad.
Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina. Lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, proclamado aquí a través de santa Faustina, llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza. Que este mensaje se difunda desde este lugar a toda nuestra amada patria y al mundo. Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir "la chispa que preparará al mundo para su última venida" (cf. Diario, 1732, ed. it., p. 568). Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad. Os encomiendo esta tarea a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, a la Iglesia que está en Cracovia y en Polonia, y a todos los devotos de la Misericordia divina que vengan de Polonia y del mundo entero. ¡Sed testigos de la misericordia!
6. Dios, Padre misericordioso, que has revelado tu amor en tu Hijo Jesucristo y lo has derramado sobre nosotros en el Espíritu Santo, Consolador, te encomendamos hoy el destino del mundo y de todo hombre.
Inclínate hacia nosotros, pecadores; sana nuestra debilidad; derrota todo mal; haz que todos los habitantes de la tierra experimenten tu misericordia, para que en ti, Dios uno y trino, encuentren siempre la fuente de la esperanza.
Padre eterno, por la dolorosa pasión y resurrección de tu Hijo, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Amén.” (Łagiewniki, 17 de agosto de 2002).
Aquí, en este avión, lo dejo de vuelta a esta otra casa, la española, que también es tierra de Maria. Recorriendo Europa y queriendo tocar el cielo donde me figuro que Juan Pablo nos sigue asistiendo con mayor ahínco. Nunca pudo darme un abrazo, pero espero que lo haga pronto junto a María cuando me reciba en la casa de Nuestro Padre: Totus tuus!